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2 oct 2014

Paulina Jaricot, impulsora del DOMUND

- Yo seré misionero de China- le decía el travieso Fileas.
- Yo puntualizaba su hermana pequeña, Paulina- iré contigo a curar a los enfermos y aponer flores en tu capilla.
- ¿No sabes -le increpaba Fileas- que las mujeres no pueden ir a China? Allí hay que montar en camellos o sobre los tigres y elefantes...
- No tengo miedo- le respondía unfana Paulina-. Me atas bien a la montura y cabalgaré contigo.
- No -le decía tajantemente su hermano- Tú no puedes venir.
La pobre Paulina, herida en su orgullo, no resistía más y estalló en un clamoroso sollozo: ¡no podía ir a China! Fileas, arrepentido y para consolarla, le dice:
- No te preocupes. Tú rezarás y prepararás manteles de altares, casullas y me enviarás mucho dinero.



El diálogo tiene lugar en los primeros años del siglo XIX, en la casa de los Jaricot, una familia de ricos fabricantes de seda. Sus protagonistas son los hijos pequeños del matrimonio integrado por Antoine Jaricot y Jeanne Lattier: Fileas, de 8 años, y Paulina, de 5. Los dos pequeñuelos, alentada su imaginación por todo cuanto sobre las misiones de China les contaba su criada Rosa, no podían evitar entusiasmarse haciendo planes sobre su futuro. Ni mucho menos podían sospechar, en aquel entonces, cuánto de cierto había en su inocente juego de niños. Tampoco lo intuía el Papa Pío VII cuando en diciembre de 1804 pasó por Lyón para coronar en París a Napoleón. Allí, junto al célebre santuario de Fourviére, se encontraban los señores de Jaricot con sus seis hijos. En primera fila, cómo no, los intrépidos Fileas y Paulina. Al verlos, Pío VII no pudo evitar imponer sus manos sobre las rizadas cabecitas de los dos zagalillos. Sin saberlo, se encontraba ante los que unos años después serían el promotor y la fundadora de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe. En efecto, ésta surgió en Lyón, el 3 de mayo de 1822, como Asociación-Obra de ayuda a todas la Misiones de la Iglesia.

Tiempos difíciles
No fue, sin embargo, un parto fácil. El siglo XVIII y los primeros años del siglo XIX no fueron especialmente los más apropiados para el apostolado misionero. En España y Portugal, se asiste al paulatino declinar evangelizador de los Patronatos regios de ambos países. En todo el mundo se agrava la situación de las misiones con la supresión de la Compañía de Jesús, que contaba por entonces con más de 4.000 misioneros. Las consecuencias de la Revolución Francesa y de las posteriores guerras napoleónicas también se dejaron sentir. Francia, naturalmente, lo padeció más de cerca. Si durante todo el siglo XVII la Iglesia francesa había propagado la fe por América septentrional y por Extremo Oriente, bajo la jurisdicción y directrices de Propaganda Fide, ahora ve cómo, por la ambición del emperador francés, son repetidamente conculcados los derechos de la Santa Sede y confiscados todos los bienes de la citada Congregación. Se llega así a los inicios del siglo XIX con los seminarios cerrados, los institutos religiosos disueltos durante largos años, las parroquias sin pastores y el pueblo empobrecido moral y materialmente. Aparentemente, no corrían los tiempos más propicios para la fundación de una Obra orientada a la animación misionera universal, llamada a ser —como un día escribió Fileas— "el grano destinado a convertirse en árbol gigante, cuyas ramas cubran con su sombra toda la tierra".
He aquí el primer retrato de Paulina: lleva un vestido blanco. A su izquierda, su hermana Sophie, verdadera amiga y confidente. «No somos más que una sola alma», decía Paulina.
Pero las apariencias, en ocasiones, engañan. Algo similar se podía decir de Paulina Jaricot. ¿Quién iba a suponer que aquella guapa y coqueta jovencita llena de vida, feliz y mimada, que asistía a todos los bailes de la corte engalanada con ricos vestidos, iba a ser la inspiradora de un gesto de tan grande y comprometida solidaridad? ¿Dónde quedaban en esta presumida muchacha las disputas y proyectos compartidos con su hermano Fileas en aquellos días de juegos?
El cambio de talante de la adolescente Paulina no iba a tardar en producirse.Todavía no había cumplido los 17 cuando, alentada por su hermana mayor, Sophie—"He escuchado a un santo", le dijo— acudió a la parroquia de Saint-Nizier. Allí, el clérigo Juan Wender-Wurtz se refirió durante el sermón a las vanidades del mundo. Ningún otro tema podría haber sido más apropiado. Aquellas palabras interpelaron con fuerza a la joven muchacha, quien, sin más dilación, se encaminó hacia la sacristía. Ya ante el clérigo, le pregunta: "¿Qué es la vanidad?" El silencio fue lo suficientemente elocuente. Bastaba con mirarla, más elegante que nunca, para encontrar la respuesta. La escena provocó un cambio drástico en la siempre entregada Paulina. "Tomé la decisión más radical —escribía—, pues me resultaba tan terrible romper con mis hábitos de lujo y riqueza que, los primeros meses de mi conversión, sufría cruelmente cuando me mostraba en público". [Leer más]