“ESCUCHAR, DISCERNIR, VIVIR LA LLAMADA DEL SERÑOR”
Queridos hermanos y hermanas:
El próximo mes de octubre se celebrará la XV Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada a los jóvenes,
en particular a la relación entre los jóvenes, la fe y la vocación. En dicha
ocasión tendremos la oportunidad de profundizar sobre cómo la llamada a la alegría que Dios nos dirige es el centro de
nuestra vida y cómo esto es el “proyecto de Dios para los
hombres y mujeres de todo tiempo” (Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General
Ordinaria, Los jóvenes, la fe y el discernimiento
vocacional, introducción).
Esta es la buena noticia,
que la 55.ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones nos anuncia
nuevamente con fuerza: no vivimos inmersos en la casualidad, ni somos
arrastrados por una serie de acontecimientos desordenados, sino que nuestra vida y nuestra presencia en el mundo son fruto de una
vocación divina.
También en estos tiempos
inquietos en que vivimos, el misterio de la Encarnación nos recuerda que Dios
siempre nos sale al encuentro y es el Dios-con-nosotros, que pasa por los
caminos a veces polvorientos de nuestra vida y, conociendo nuestra ardiente
nostalgia de amor y felicidad, nos llama a la alegría. En la diversidad y la
especificidad de cada vocación, personal y eclesial, se necesita escuchar, discernir y vivir esta palabra que nos llama desde lo
alto y que, a la vez que nos permite hacer fructificar nuestros
talentos, nos hace también instrumentos de salvación en el mundo y nos orienta
a la plena felicidad.
Estos tres aspectos
—escucha, discernimiento y vida— encuadran también el comienzo de la misión de Jesús, quien, después
de los días de oración y de lucha en el desierto, va a su sinagoga de Nazaret,
y allí se pone a la escucha de la Palabra, discierne el contenido de la misión
que el Padre le ha confiado y anuncia que ha venido a realizarla “hoy” (cf. Lc
4,16-21).
Escuchar
La llamada del Señor
—cabe decir— no es tan evidente como todo aquello que podemos oír, ver o tocar
en nuestra experiencia cotidiana. Dios viene de modo silencioso y discreto, sin
imponerse a nuestra libertad. Así puede ocurrir que su voz quede silenciada por
las numerosas preocupaciones y tensiones que llenan nuestra mente y nuestro
corazón.
Es necesario entonces
prepararse para escuchar con profundidad su Palabra y la vida, prestar
atención a los detalles de nuestra vida diaria, aprender a leer los
acontecimientos con los ojos de la fe, y mantenerse abiertos a las sorpresas
del Espíritu.
Si permanecemos
encerrados en nosotros mismos, en nuestras costumbres y en la apatía de quien
desperdicia su vida en el círculo restringido del propio yo, no podremos descubrir la llamada especial y personal que Dios ha pensado para
nosotros, perderemos la oportunidad de soñar a lo grande y de
convertirnos en protagonistas de la historia única y original que Dios quiere
escribir con nosotros.
También Jesús fue llamado
y enviado; para ello tuvo que, en silencio, escuchar y leer
la Palabra en la sinagoga y así, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo,
pudo descubrir plenamente su significado, referido a su propia persona y a la
historia del pueblo de Israel.
Esta actitud es hoy cada
vez más difícil, inmersos como estamos en una sociedad ruidosa, en el delirio
de la abundancia de estímulos y de información que llenan nuestras jornadas. Al
ruido exterior, que a veces domina nuestras ciudades y nuestros barrios,
corresponde a menudo una dispersión y confusión interior, que no nos
permite detenernos, saborear el gusto de la contemplación, reflexionar con serenidad sobre los acontecimientos de nuestra
vida y llevar a cabo un fecundo discernimiento, confiados en el diligente
designio de Dios para nosotros.
Como sabemos, el Reino de
Dios llega sin hacer ruido y sin llamar la atención (cf. Lc 17,21), y solo
podemos percibir sus signos cuando, al igual que el profeta Elías, sabemos
entrar en las profundidades de nuestro espíritu, dejando que se abra al imperceptible soplo de la brisa divina (cf.
1 Re 19,11-13).
Discernir
Jesús, leyendo en la
sinagoga de Nazaret el pasaje del profeta Isaías, discierne el contenido de la misión para
la que fue enviado y lo anuncia a los que esperaban al Mesías: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a
evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos,
la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del
Señor” (Lc 4,18-19).
Del mismo modo, cada uno
de nosotros puede descubrir su propia vocación sólo
mediante el discernimiento espiritual, un “proceso por el cual
la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando la voz del
Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por la del estado de vida”
(Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General Ordinaria, Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, II,
2).
Descubrimos, en
particular, que la vocación cristiana siempre tiene una
dimensión profética. Como nos enseña la Escritura, los profetas
son enviados al pueblo en situaciones de gran precariedad material y de crisis
espiritual y moral, para dirigir palabras de conversión, de esperanza y de
consuelo en nombre de Dios. Como un viento que levanta el polvo, el profeta
sacude la falsa tranquilidad de la conciencia que ha olvidado la Palabra del
Señor, discierne los acontecimientos a la luz de la promesa de Dios y ayuda al
pueblo a distinguir las señales de la aurora en las tinieblas de la historia.
También hoy tenemos mucha
necesidad del discernimiento y de la profecía; de superar las tentaciones de la
ideología y del fatalismo y descubrir, en la relación con el Señor, los
lugares, los instrumentos y las situaciones a través de las cuales Él nos
llama. Todo cristiano debería desarrollar la capacidad de «leer desde dentro» la vida e intuir hacia dónde y qué es lo que
el Señor le pide para ser continuador de su misión.
Vivir
Por último, Jesús anuncia la novedad del momento presente, que
entusiasmará a muchos y endurecerá a otros: el tiempo se ha cumplido y el
Mesías anunciado por Isaías es Él, ungido para liberar a los prisioneros,
devolver la vista a los ciegos y proclamar el amor misericordioso de Dios a
toda criatura. Precisamente “hoy —afirma Jesús— se ha cumplido esta Escritura
que acabáis de oír” (Lc 4,20).
La alegría del Evangelio,
que nos abre al encuentro con Dios y con los hermanos, no puede esperar nuestras
lentitudes y desidias; no llega a nosotros si permanecemos asomados a la
ventana, con la excusa de esperar siempre un tiempo más adecuado; tampoco se
realiza en nosotros si no asumimos hoy mismo el riesgo de hacer una
elección. ¡La vocación es hoy! ¡La misión cristiana es
para el presente! Y cada uno de nosotros está llamado —a la
vida laical, en el matrimonio; a la sacerdotal, en el ministerio ordenado, o a
la de especial consagración— a convertirse en testigo del Señor, aquí y ahora.
Este “hoy” proclamado por
Jesús nos da la seguridad de que Dios, en
efecto, sigue “bajando” para salvar a esta humanidad nuestra y hacernos
partícipes de su misión. El Señor nos sigue llamando a vivir
con Él y a seguirlo en una relación de especial cercanía, directamente a su
servicio. Y si nos hace entender que nos llama a consagrarnos totalmente a su
Reino, no debemos tener miedo. Es hermoso —y es una gracia inmensa— estar
consagrados a Dios y al servicio de los hermanos, totalmente y para siempre.
El Señor sigue llamando
hoy para que le sigan. No podemos esperar a ser
perfectos para responder con nuestro generoso “aquí estoy”, ni
asustarnos de nuestros límites y de nuestros pecados, sino escuchar su voz con
corazón abierto, discernir nuestra misión personal en la Iglesia y en el mundo,
y vivirla en el hoy que Dios nos da.
María Santísima, la
joven muchacha de periferia que escuchó, acogió y vivió la
Palabra de Dios hecha carne, nos proteja y nos acompañe siempre
en nuestro camino.
FranciscoVaticano, 3 de diciembre de 2017,Primer
Domingo de Adviento