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1 oct 2013

Festividad de Santa Teresita de Lisieux, patrona de las misiones


Hoy, festividad de Santa Teresita de Lisieux, patrona de las misiones, y jornada del enfermo misionero, nos acordamos en la oración y en la eucaristía por todos los misioneros, sobre todo, por aquellos que, en estos momentos están sufriendo la prueba de la enfermedad.
Reproducimos un artículo del Padre Santos Paniagua,publicado en la revista Iluminare, nº 340 (abril 1997). Nos habla de la santa y de sus ansias misioneras. 
Que nos ayude Santa Teresita a tener un espíritu misionero enraizado en la oración y en el amor a los hombre.


Santa Teresa del Niño Jesús fue nombrada por Pío XI, en 1925, Patrona de la Obra de San Pedro Apóstol para el Clero Nativo y, en 1927, Patrona de las Misiones junto con san Francisco Javier. Nació en Normandía, Francia, el 3 de enero de 1873, fue monja de clausura a la edad de 15 años, y dedicó su existencia a orar y a sacrificarse por los sacerdotes, especialmente los misioneros. Murió muy joven, a los 24 años, pero dejó un mensaje excepcional por su sencillez y profundidad.


Hoy día, y muy especialmente desde Obras Misionales Pontificias, se tiene una idea teológicamente clara de la universalidad de la Iglesia. Ninguna diócesis puede encerrarse en sí misma ni limitarse a vivir sus propios problemas: tiene que sentir la inquietud de Cristo y escuchar el mandato universal de ir por todo el mundo. Sería muy pobre la mentalidad de un sacerdote o de un religioso que careciera de esa visión universal y al que no le doliera la situación de tantos hombres que todavía no conocen el mensaje de salvación y de liberación de Cristo. Nos cansamos de repetir que toda la Iglesia es misionera y que esta responsabilidad radica ya en el bautismo.

Lo sorprendente es encontrar esta dimensión en una monja de clausura del siglo pasado y, además, con una claridad tan meridiana. Es verdad que vive en un tiempo determinado, en el que es intensa y casi exclusiva la verticalidad hacia Dios con el deseo de salvar almas, pero no por ello deja de llamar la atención su universalidad. En esta universalidad no sólo alcanza a todos los hombres —«El celo de una carmelita debe abarcar el mundo» (Manuscritos, cap. X)—; es tan grande su corazón que quisiera abarcar también todos los tiempos —«Quisiera ser misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación de los siglos» (Ms. B 3rº)—. 
Yo he sido misionero durante muchos años, pero me resulta alucinante descubrir el espíritu de esta mujer. Pensamos en el misionero poco menos que como un hombre heroico, intrépido o como un quijote que se lanza a la aventura, o como alguien que tiene una vocación muy especial reservada para unos pocos. A veces hasta nos hacen creer que somos “distintos”, como si la misión dependiera sólo del misionero o de la misionera que parte a tierras extrañas. Confieso que en muchos momentos difíciles de mi vida de misión, recordando mis lecturas de seminarista, pensaba en todos aquellos que me estaban apoyando con sus oraciones; en aquellas religiosas de clausura que rezaban y se sacrificaban para que yo fuera fiel al Señor y que la semilla creciera en aquel campo. 
En santa Teresa del Niño Jesús vemos, a contraluz, lo que realmente es una vocación misionera. Identificada con Cristo, vive el amor apasionado de su causa y el deseo vehemente de salvar almas. Todo ello lo hace con esa difícil sabiduría de convertir en fácil y accesible lo que aparentemente resulta imposible. Ella misma se queda sorprendida con su descubrimiento: «¡Al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me corresponde en el seno de la Iglesia, lugar, ¡oh Dios mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en el corazón de mi madre la Iglesia seré yo el amor... Así lo seré todo, así se realizarán mis anhelos» (Manuscritos, cap. XI).


UNA FAMILIA MISIONERA

Aunque la santidad no se hereda, sí podemos decir que las circunstancias que nos rodean normalmente van moldeando nuestra vida. Vivía Francia por aquel entonces un esplendoroso espíritu misionero, que había penetrado en los hogares cristianos. Así, la señorita María Paulina Jaricot, apoyada por su familia y sorteando mil dificultades, concibe la idea madre de la Propagación de la Fe; monseñor Carlos A. Forbin Janson funda la Obra de la Infancia Misionera; y, posteriormente, se establece también la Obra de San Pedro Apóstol, impulsada por la entrega generosa y la dedicación plena de Juana Bigard y de su madre, Estefanía. 
Santa Teresa nace en una casa donde se vive intensamente el espíritu, misionero. Los Martin-Guèrin, sus padres, suspiran por tener un hijo misionero y, en compensación de este deseo frustrado, ofrecen todos los años una buena limosna para la Propagación de la Fe. Eran abundantes las oraciones y los sacrificios que se imponía esta familia pidiendo a Dios la conversión de los pecadores. 
Es emocionante leer el testimonio que Teresa, la más pequeña de las hijas, nos ha dejado de sus padres: «Ellos pidieron al Señor que les diese muchos hijos y que los tomara para sí. Fue escuchando este deseo. Cuatro angelitos volaron para el cielo y las cinco hijas que quedaron en la arena escogieron a Jesús por Esposo. Mi padre, con un ánimo heroico, como un nuevo Abrahán, subió tres veces a la montaña del Carmelo para inmolar a Dios lo que tenía de más querido. Primero fueron sus dos hijas mayores... Después la tercera de sus hijas... en el Convento de la Visitación... Al escogido de Dios no le quedaban más que dos hijas: la una de dieciocho años, la otra de catorce. Ésta, Teresita, le pidió volar al Carmelo, lo cual obtuvo sin dificultad de su padre. Cuando la hubo conducido al puerto, dijo a la única hija que le quedaba: “Si quieres seguir el ejemplo de tus hermanas, consiento en ello, no te preocupes por mí”. Más tarde, él mismo dirá: “Dios sólo puede exigir un sacrificio como éste... Mas no me compadezcáis, porque mi corazón rebosa de alegría”» (Manuscritos, cap. VII). Eran muchas las obras de caridad que hacían, pero su mayor alegría y empeño principal era la conversión de un pecador. 
Estas ideas van formando y conformando la personalidad de aquella niña: «El Señor me hizo nacer en una tierra santa y como impregnada de un perfume celestial» (Manuscritos, cap. I). Y en una carta a uno de sus “hermanos” misioneros añade: «Dios me ha dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la tierra» (carta al P. Bellière). Nacida en este jardín, ella misma nos dirá más tarde: «Si hubiera sido libre para disponer de mis bienes, me habría arruinado ciertamente, porque no podía ver una persona en la miseria, sin darle en seguida cuanto necesitaba» (Últimas conversaciones). A este propósito nos recuerda lo que hacía a sus ocho años: «Sacaba de mi hucha algunas limosnas para entregarlas en determinadas fiestas solemnes a la Obra de la Propagación de la Fe» (Manuscritos, cap. III). 
De interna en el colegio de las benedictinas, le gustaba llevar una cruz llamativa que le hacía recordar a los misioneros. Ella misma nos dice: «Me gustaba muchísimo asistir con las religiosas a todos los oficios. Llamaba la atención entre mis compañeras por un crucifijo que Leonia me había regalado, y que llevaba atravesado en el cinturón, como lo llevan los misioneros». 
Podemos decir de ella que fue una flor tan cuidada de Dios y de sus padres que desde sus primeros años emprende el camino de la disponibilidad y de hacer siempre la voluntad de Dios. Era tal su delicadeza que confiesa no recordar haber dicho nunca un no a Jesús desde que tenía tres años.


UNA COMUNIDAD MISIONERA

Hay una edad, la edad de la adolescencia, en que todos, de una manera o de otra, buscamos o hemos buscado nuestro “ídolo”; nos apasionan y nos ilusionan aquellas personas que de alguna manera encarnan un ideal. A los 14 años,Teresita, amante de las lecturas de los misioneros y misioneras, al terminar, de leer los Anales Misioneros de la Propagación de la Fe, siente un vehemente impulso de imitar a aquellas religiosas que han partido a la búsqueda de los que todavía no conocían a Cristo. Las admira y comienza ya a sentir el deseo de hacerse religiosa de las Misiones Extranjeras de París. 
Le entusiasmaban aquellas crónicas que tan bien sintonizaban con aquel hervor que bullía en su interior. En un momento siente como un estallido en su corazón, y después de un silencio profundo exclama: «¡Qué violento deseo siento de ser misionera! ¿Qué sucedería si lo reavivase aún más con la visión directa de ese apostolado? Me haré Carmelita... para sufrir más y con esto salvar más almas» (Consejos y recuerdos). 
A la edad de 15 años y tres meses emprende la subida al Carmelo en el convento de Lisieux. Allí, efectivamente, reaviva el deseo de ser misionera cuando escucha la historia del convento que esa comunidad había fundado en Indochina, en la ciudad de Saigón, trece años antes de nacer ella. 
La historia es conmovedora. Monseñor Domingo Lefebvre, vicario apostólico de Indochina, se hallaba, a mediados del siglo XIX, por segunda vez en la cárcel de Hué. Encadenado, como san Pablo, pasaba los días orando en espera del cumplimiento de la pena de muerte a la que había sido condenado. Pedía al Señor la gracia de un monasterio contemplativo, con un grupo de almas orantes que se inmolaran por aquella misión para que cesasen las persecuciones tan horrendas y sangrientas contra los misioneros de Annam. Así se lo pedía también constantemente a santa Teresa de Ávila, de la que era muy devoto. «Un día —nos cuenta— se me apareció la Santa y me dijo: “Establece un Carmelo en Annam: Dios será grandemente glorificado”». 
Pocos días después recibe en la cárcel la grata noticia de que una prima suya ha profesado en el convento de Lisieux con el nombre de Genoveva de la Inmaculada Concepción. ¡Dios iba abriendo camino en medio de aquella selva oscura! Inexplicablemente y de forma providencial es liberado de su condena a muerte y se le otorga la libertad. 
No sólo se le habían abierto las puertas de la cárcel, sino que también, a través de los signos, había brillado un rayo de esperanza en medio de la tormenta de todos esos grandes nubarrones. Pronto monseñor Lefebvre dirige una carta al convento de carmelitas de Lisieux. Por aquel entonces estaba de priora la madre Genoveva de Santa Teresa; otra santa, de la cual nos dirá santa Teresita que guardaba como una reliquia el pañuelo en que había recogido su última lágrima. La respuesta fue rápida y decidida. El 1 de julio de 1861 tres religiosas salían para Indochina y el 15 de octubre de ese mismo año se inaugura el primer Carmelo de Oriente en la ciudad de Saigón. Se cumple la promesa de santa Teresa, y Dios fue “grandemente glorificado”, porque en poco más de cien años han brotado de él unos cuarenta monasterios. Al celebrarse el primer centenario, un periódico no católico de Saigón, Dong Nai, hacía este comentario: “Por los pecados y delitos que cada uno de nosotros puede cometer, sabemos que hay una religiosa encerrada en un monasterio de clausura que está expiando por nosotros”. 
La semilla caía en tierra buena y todos estos relatos enardecían más cada día esos vehementes deseos que la joven religiosa sentía por la salvación de las almas. «Desearía ser enviada al Carmelo de Hanoi para sufrir mucho por Dios. Si me curo, quisiera ir allí para vivir enteramente sola, sin alegría ni consuelo alguno en la tierra. Ya sé que Dios no necesita de nuestras obras, y aun estoy segura de que allí no prestaría yo servicio alguno, pero sufriría y amaría. Esto es lo que cuenta a los ojos de Dios» (Últimas conversaciones, 15 de mayo).


LAS LECTURAS

Alimentaba esta aspiración permanentemente leyendo todo aquello que a sus manos llegaba referente a las misiones y a los misioneros. La hermana mayor, sor María del Sagrado Corazón, afirma de ella: “Leía con avidez la vida de los misioneros, porque en ellos encontraba la expresión de sus propios deseos” (Sr. Marie del S.C.). Y ella misma lo afirma en una carta que escribe al P. Roulland: «He leído, después de vuestra partida, la vida de varios de vuestros misioneros [de las Misiones Extranjeras de París]. Leí, entre otras, la de Teófano Venard, que me interesó y emocionó sobremanera» (carta al P. Roulland). 
Su corazón se identificaba con los pensamientos y las acciones de los misioneros, vibraba con ellos; así le acontece al leer la vida del joven mártir de Tonkín: «Reflejan mis propios pensamientos, mi alma se parece a la suya» (Apéndice II). Los mártires son siempre testigos elocuentes, que nos hablan con su vida hecha palabra de fuego.


SENTIR CON LA IGLESIA
(La misión desde dentro, desde el alma, desde la oración)

Santa Teresa de Ávila nos deja como testamento la herencia del amor a la Iglesia, a la que ama y en la que desea morir. Teresa de Lisieux vive en profundidad este amor. Tomando la imagen de san Pablo, contempla a la Iglesia como ese cuerpo místico, con diversos y distintos miembros, pero que participan todos de una misma vida, que es Cristo. Todos debemos ser canales para que a todas las partes de ese cuerpo llegue la savia de la sanación y la salvación. 
Todos podemos ir prendiendo en el mundo pequeñas lámparas con la luz que arde en nuestras vidas. La madre Inés de Jesús —su hermana Paulina— nos cuenta esta confidencia: “Sor María de la Eucaristía quería encender los cirios para una procesión. Mas no disponiendo de cerillas, se acercó a la lamparilla que ardía ante las reliquias. La encontró medio apagada, con un débil resplandor sobre la mecha carbonizada. Logró, con todo, encender su vela y con ella pudo dar fuego a todas las de la Comunidad... Fue aquella llama, casi extinguida, la que produjo aquellas bellas luminarias, las cuales, a su vez, podrían comunicarse a otras infinitas e iluminar el mundo entero... Y todo se debería a la primera lamparilla que originó este incendio. Lo mismo sucede con la comunión de los santos. Frecuentemente, sin que lo sepamos, las gracias y bienes que recibimos son debidas a un alma escondida, porque el Señor, en su bondad, quiere que los santos se comuniquen recíprocamente la gracia por medio de la oración... Cuántas veces he pensado que todas las gracias que he recibido se las debo a la oración de un alma que pudo pedir por mí a Dios y a la que yo conoceré solamente en el cielo" (Últimas conversaciones, 15 de julio). 
«La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos los órganos; comprendí que tenía un corazón, y que este corazón estaba abrasado de amor; comprendí que el amor únicamente es el que imprime movimiento a todos los miembros, que si el amor llegase a apagarse, ya no anunciarían los apóstoles el Evangelio, y rehusarían los mártires el derramar su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares porque es eterno. Y exclamé en un transporte de alegría delirante: ¡Oh Jesús, Amor mío, al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me correspondía en el seno de la Iglesia, lugar, ¡oh Dios mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en el corazón de mi madre la Iglesia seré yo el amor... Así lo seré todo, así se realizarán mis anhelos» (Manuscritos, cap. XI). 
Su vivir es Cristo y para Cristo. Ha encontrado su razón de ser en plenitud. Su vida y su muerte, sus alegrías y dolores...; le da igual, porque todo ha sido ofrecido, desde el amor, a fin de ganar almas para Cristo. De ella, y con toda exactitud, podemos decir que “en poco tiempo, hizo grandes cosas”.


CON LOS SACERDOTES MISIONEROS

Hoy, casi todas las misiones, de un modo u otro, participan de algún tipo de “hermanamiento”, sintiéndose apoyadas espiritual y materialmente por aquellas comunidades o grupos que viven la inquietud misionera. Santa Teresa del Niño Jesús hizo de su vida una respuesta, y una entrega generosa de su vida de oración y de sus muchos sacrificios, ofreciendo sus dolores para aliviar a los misioneros. Al entrar en el Carmelo es plenamente consciente de que lo hace «para salvar las almas y especialmente para orar por los sacerdotes» (Manuscritos, cap. VII). «Estoy convencida—nos dirá más tarde— de la inutilidad de los remedios que tomo para curarme. Pero me las he arreglado con Dios para que se aprovechen de ellos los pobres misioneros, que ni tienen tiempo ni medios para curarse. Pido a Dios que los cuidados que a mí me prodiguen les curen a ellos» (Apéndice II). 
Le apasiona la idea de considerarse hermana espiritual de los misioneros. Su “Santa Madre Teresa” —como ella la llamaba— le concede, en 1895, la gran alegría de confiarle a sus oraciones y sacrificios la vocación misionera de Mauricio Bellièr, joven seminarista de los Padres Blancos, que posteriormente sería misionero en África. Un segundo hermano misionero fue el P. Roulland, de las Misiones Extranjeras de París, quien antes de partir a las misiones de China, mantuvo una larga conversación con ella en el locutorio. De esta manera vivía cada día con mayor intensidad los éxitos y las dificultades de los sacerdotes que trabajaban en esos campos alejados, entre aquellos que todavía no conocían la verdad del Evangelio, y por quienes tanto rezaba y se sacrificaba. 
La misión no le era una cosa lejana. Las lecturas y, especialmente, la correspondencia con estos sus dos hermanos misioneros mantenían siempre vivo el fuego que en su interior ardía por la evangelización de esos pueblos, lejanos en la distancia, pero muy cercanos en la capilla y en todas las estancias del convento, dondequiera que ella se hallase. El recuerdo de sus hermanos estaba siempre presente. Un día la veían caminar con mucha dificultad por .el jardín, tratando de disimular el dolor en su rostro y, después de contemplarla e interpretar su cansancio, una de sus hermanas de comunidad la invitó a sentarse. «¿Sabe lo que me da fuerzas? —contestó—. Pues ando por un misionero. Pienso que allí, muy lejos, puede haber alguno casi al cabo de sus fuerzas en sus excursiones apostólicas, y para disminuir sus fatigas, ofrezco las mías a Dios» (Apéndice II). Se conservan dieciséis cartas dirigidas a los que eran su prolongación en esos países. Era su gozo y felicidad el participar en sus penas y alegrías, el contribuir a santificar su alma y salvar las de los otros. En todas nos ha dejado la transparencia de un corazón abrasado por la sed de que todos conozcan la Buena Nueva y de que los misioneros se santifiquen en sus tareas evangelizadoras. En aquella tarde lluviosa, 30 de septiembre, en que la agonía se prolongaba, le decía a la madre priora: «¡Madre mía! Os aseguro que el cáliz está lleno hasta los bordes. No, jamás hubiera creído que era posible sufrir tanto... No puedo explicármelo sino por mi deseo máximo de salvar almas...».


MISIONERA DESDE LA ETERNIDAD
(«Yo no muero, yo entro en la vida»)

Un alma contemplativa es un anuncio escatológico de la vida que entra en la eternidad. Su vivir, alabando a Dios y conformándose con lo mínimo imprescindible, es una senda de santidad para esas vocaciones especiales a las que Dios retira del mundo para que, consagradas en plenitud y radicalidad a Él, vivan, en actitud de súplica, la inmolación de su vida ofrecida por la salvación de todos los hombres. En los conventos de clausura sólo se oye el eco de Dios, el deseo de Dios. Se vive para Él; identificadas con sus propios deseos, estas almas escogen la vocación del amor, que «encierra todas las vocaciones..., que abarca todos los tiempos y lugares porque es eterno» (Manuscritos, cap.,XI), porque «el más pequeño movimiento de puro amor es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas» (carta al P. Roulland). 
Un día, la madre Inés de Jesús le enseñó un pasaje de los Anales de la Propagación de la Fe donde aparecía una santa junto a un niño recién bautizado, y al verlo exclamó: «Más adelante yo bajaré con ella, junto a los niños bautizados» (Últimas conversaciones, 15 de junio). 
En una de las cartas que escribe al P. Roulland, presintiendo ya que su salud se hallaba resquebrajada, le hace esta confesión: «Con gozo le anuncio mi próximo ingreso en el cielo... Lo que me atrae a la patria celeste es la esperanza de amar finalmente a Dios de la manera que tanto he deseado y el pensamiento de que podré hacerlo amar de una muchedumbre de almas que lo glorificarán eternamente.» 
En su tumba de Lisieux leemos, como epitafio, una de las últimas frases que le escucharon poco antes de su muerte: «Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra».


PATRONA DE SAN PEDRO APÓSTOL

Teresa de Lisieux nunca salió de clausura, ciertamente; sin embargo, se hace presente con sus oraciones y sacrificios en todas las misiones del mundo, y es tan grande su deseo que quiere ser misionera desde la creación y seguir siéndolo hasta «la consumación de los siglos». En su corazón, abierto hacia el Infinito, caben todos, sin límites de tiempo. 
«He pedido la gracia de hacer el bien después de mi muerte, y ahora estoy segura de haberla conseguido porque por medio de esta Novena [que hizo a san Francisco Javier] se obtiene todo aquello que se desea» (Sr. Marie del S.C.). 
El Papa Pío XI, a quien se le ha conferido el título de “Papa de las Misiones”, declara a santa Teresa del Niño Jesús Patrona y Protectora a perpetuidad de la Obra de San Pedro Apóstol el día 29 de julio de 1925; posteriormente, el 14 de diciembre de 1927, es declarada también Patrona principal de todas las misiones y de todos los misioneros y misioneras del mundo, al igual que san Francisco Javier, “por razón del grandísimo ardor y celo que la consumía por dilatar la fe” (AAS, XX-1928). 
Pasado ya el primer centenario de tu muerte, tu «ingreso en el cielo», volvemos nuestra mirada hacia ti, Patrona de la Obra de San Pedro Apóstol. Nos enfrentamos al reto de la “nueva evangelización”. Hemos traspasado el umbral del Tercer Milenio, enrojecido con la sangre de los mártires que han permanecido fieles en su misión junto a los más pobres y desheredados. Hemos entrado en él con un nuevo desafío: LAS VOCACIONES NATIVAS. No queremos eludir nuestra responsabilidad: sabemos que nos exige sacrificios, oraciones y generosidad; pero también deseamos contar contigo, que nos prometiste: «Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra».